Era 1788 en Chile, al norte de una pequeña ciudad. Donde se levantó un monasterio en el cual, según una leyenda, uno de los monjes enloqueció y asesinó a los demás. La construcción quedó en pie por dos siglos, hasta que fue convertida en un caserón.
Enterado de la leyenda, Yoel Finel la compró en 1990, la casa poseía un amplio jardín delantero, que había sido la huerta del monasterio, en el cuál nadie veía lo que pasaba en el interior. Detrás de la casa aún existía un antiguo cementerio monacal.
Solitario, amante de la historia y la literatura, Finel tenía como mascotas a varios pájaros. Finel cenaba, luego le daba de comer a las aves y de allí se acostaba para leer tres o cuatro horas.
Pero una serie de problemas laborales y sentimentales destruyeron poco a poco la estabilidad de la vida de Finel, y esas preocupaciones le causaron insomnio. Comenzó a medicarse, pero nada servía, padecía además severas migrañas y cuando podía conciliar el sueño, sufría pesadillas.
De nada sirvieron las visitas al médico, Finel empeoraba día trás día, las alucinaciones llegaron poco después. Finel aseguraba que por las noches oía las campanadas de un viejo torreón y que un hombre encapuchado de ojos rojos se aparecía en su recámara. Por supuesto, nadie le creía, Finel se obsesionó pensando que eran fantasmas, que su casa estaba embrujada y que tenía que hacer algo.
Una noche, las alucinaciones empeoraron, Finel vio a siete monjes rodeándolo, enloquecido, huyó hacia el patio, sus gritos despertaron a los pájaros, que comenzaron a aletear dentro de sus jaulas.
Finel abrió una a una las puertas y los mató, estrujándolos entre sus manos, todos los pájaros murieron con los huesecillos quebrados. Cuando terminó, Finel pudo dormir tranquilamente.
Pero el insomnio regresó unos días después; también las alucinaciones, convencido de que el sacrificio de las aves había sido el remedio para sus padecimientos, Finel decidió ofrecer más sangre.
Llamó a su ex novia y la invitó a cenar en su casa. Cuando ella llegó, Finel le tomó varias fotografías, con el pretexto de que había adquirido una cámara nueva.
Después la golpeó en la cabeza hasta matarla, le cortó la cabeza y enterró el resto del cuerpo en el jardín del frente de su propiedad, colocó la fotografía en su recámara y la cabeza la puso en una de las jaulas vacías que colgaban en el patio. Esa noche volvió a dormir en paz.
Finel se procuró nuevas víctimas cada vez que tenía insomnio, amigos, prostitutas, vagabundos… todos llegaban a la solitaria casa con la promesa de una cena, eran solemnemente fotografiados y después morían a manos de Finel, quien colgaba los retratos en su recámara para poder contemplar los momentos finales de sus víctimas.
A cada uno le amputaba un miembro: brazos, manos, pies, ojos, y fueron a dar a diferentes jaulas, colgadas en el patio, sobre todo, guardaba cabezas. El lugar apestaba, pero a Finel no le importaba. Esos restos eran los sustitutos de sus amados pájaros, quienes le habían mostrado con su sacrificio el camino de la curación.
El 12 de mayo de 1990, Finel cometió su crimen final, pero aquella vez el asesinato no funcionó: Finel siguió padeciendo migraña y no logró conciliar el sueño, fue por las jaulas llenas de miembros humanos podridos y las colgó del techo de su cuarto, luego se suicidó.
Lo encontraron días después, al igual que su diario, en el que narraba los pormenores de su declive y el proceso de su locura. Los periódicos lo bautizaron como “El Asesino de los Pájaros” y su nombre dio origen a una oscura leyenda.